Cada verano, como un ritual que se repite, los incendios forestales regresan a nuestra actualidad. En cuanto las temperaturas se disparan y la sequía aprieta, los informativos se llenan de imágenes de columnas de humo, de vecinos desalojados, de helicópteros y aviones cargando cubas de agua y de brigadas exhaustas luchando contra un fuego que parece inabarcable. España se convierte entonces en un país que apaga fuegos, literalmente.
En 2025, la magnitud del problema ha alcanzado cifras históricas: más de 380.000 hectáreas arrasadas por las llamas, lo que equivale aproximadamente al 0,8 % del territorio nacional (en una dimensión europea, tal y como señala El economista: «La Península Ibérica acumula el 66,8% de hectáreas quemadas en 2025 en la UE»). Una extensión similar a la isla de Mallorca que desaparece en cuestión de semanas bajo el fuego, dejando tras de sí un paisaje de ceniza y la sensación amarga de que seguimos llegando tarde.
En este contexto resulta reseñable el papel que vienen desempeñando bomberos autonómicos, brigadas forestales y demás efectivos de emergencias, así como la Unidad Militar de Emergencias (UME) en su función de refuerzo a la extinción y protección civil, con un nivel de profesionalidad y eficacia que la ha convertido en referente dentro y fuera de nuestras fronteras.
Pero lo que apenas ocupa espacio en los titulares es lo que sucede antes de que ardan los montes: la prevención. Y es ahí donde el control público tiene un papel que rara vez se pone sobre la mesa.
La prevención de incendios no puede concebirse únicamente como una política pública diseñada desde los despachos o ejecutada por empresas adjudicatarias. Existe un actor silencioso pero imprescindible: los ciudadanos que habitan y trabajan en el medio rural, aquellos que conocen los montes porque forman parte de su vida cotidiana o constituyen su medio de subsistencia. Pastores, agricultores, asociaciones vecinales o pequeños propietarios forestales tienen un conocimiento directo del territorio y son los primeros en detectar riesgos, negligencias o situaciones de vulnerabilidad.
Su implicación resulta determinante, porque la prevención también se construye desde esa cultura del cuidado compartido: mantener los montes limpios, evitar prácticas negligentes y colaborar con las administraciones en la gestión sostenible del territorio. Ignorar este papel sería tanto como renunciar a una de las herramientas más eficaces y duraderas en la lucha contra los incendios.
Desde el punto de vista presupuestario, gestión de lo publico, tradicionalmente, la prevención se ha considerado un gasto menor, una partida discreta en los presupuestos autonómicos o municipales, muchas veces la primera en sufrir recortes cuando llegan las restricciones presupuestarias. Sin embargo, la evidencia es contundente: invertir en prevención significa ahorrar costes en el futuro y, sobre todo, salvar ecosistemas, viviendas y vidas. Cada euro destinado a desbroces, limpieza de cortafuegos o planes de autoprotección comunitaria supone un ahorro de varios euros en costes de extinción y reconstrucción. Pero seguimos mirando más a los medios desplegados en agosto que a la planificación callada en los meses previos (en los que nadie piensa en lo que vendrá).
El control público, si quiere estar a la altura, debe abandonar la lógica de fiscalización burocrática para convertirse en una palanca de cambio. No basta con comprobar si la factura del desbroce está correctamente contabilizada o si se ejecutó al 90-99 % el crédito presupuestado. El verdadero valor del control está en preguntarse si ese gasto sirvió para algo, si la intervención en una zona concreta redujo el riesgo de incendios, si la contratación se planificó de manera coherente y si los fondos europeos destinados a la transición ecológica se están usando de forma estratégica.
El gran problema que encontramos en la gestión de la prevención de incendios es la fragmentación institucional. ministerios, comunidades autónomas, diputaciones, ayuntamientos y, en algunos casos, consorcios o mancomunidades actúan en paralelo, muchas veces con poca o nula coordinación. El resultado es un mosaico disperso de actuaciones que difícilmente se traducen en una estrategia nacional coherente. Y, paradójicamente, cuando se produce un gran incendio, todas las administraciones se apresuran a anunciar nuevos planes y partidas extraordinarias. Es la política reactiva en estado puro: solo invertimos en prevención después de que el fuego nos haya recordado lo que ya sabíamos.
El control público debería ser capaz de denunciar esta lógica cortoplacista, porque lo que observamos en demasiadas ocasiones es que se utilizan procedimientos de urgencia para contratar servicios que, con una planificación adecuada, podrían haberse previsto. Se adjudican trabajos a toda prisa, con menor transparencia y menor concurrencia, lo que incrementa los riesgos de sobrecostes, de cláusulas mal definidas y de discrecionalidad en la ejecución. El incendio se convierte así en excusa no solo para movilizar medios de extinción, sino también para justificar procedimientos excepcionales en la contratación. Y esa excepcionalidad se cronifica.
El problema de fondo es que medimos lo que se ejecuta, pero no lo que se consigue. Un informe de ejecución presupuestaria nos dirá cuántos millones se gastaron en prevención, y los gestores podrán mostrar orgullosos cuántas hectáreas de monte fueron desbrozadas o cuántos kilómetros de cortafuegos se limpiaron, pero rara vez se mide si esas actuaciones tuvieron un impacto real en la reducción de incendios o en la disminución de la superficie quemada. En otras palabras: seguimos centrados en indicadores de actividad, no en indicadores de resultado.
Aquí es donde el control puede marcar la diferencia. El auditor o interventor que se limite a comprobar el cumplimiento formal de los pliegos o la correcta imputación contable de la factura habrá cumplido, sí, pero se habrá quedado a medio camino. El verdadero salto está en incorporar la lógica del análisis operativo: ¿eran esas actuaciones las más eficaces para el riesgo existente en esa zona? ¿Se coordinaban con las previstas por la comunidad autónoma o el ayuntamiento colindante? ¿Se priorizaron las áreas de mayor vulnerabilidad según criterios técnicos o se actuó siguiendo inercias políticas?
En los últimos años, además, la prevención de incendios se ha visto afectada por la llegada de fondos europeos, en especial el PRTR y el FEADER. Estos fondos suponen una oportunidad enorme para reforzar las políticas preventivas, pero también conllevan nuevos riesgos: la presión por ejecutar en plazos muy breves, la tentación de “gastar por gastar” sin una verdadera estrategia, la fragmentación de proyectos sin visión de conjunto. El control, en este contexto, no puede limitarse a verificar si la ayuda se justificó en plazo: debe exigir trazabilidad, coherencia y, sobre todo, resultados medibles.
Un incendio que no llega a producirse nunca aparecerá en la portada de un periódico, pero ahí está la verdadera medida del éxito. El mejor incendio es el que no sucede, y ese es el gran reto: valorar lo invisible. La paradoja de la prevención es que, cuando funciona, pasa inadvertida. No hay titulares, no hay imágenes espectaculares ni discursos políticos apresurados, solo hay un monte que sigue en pie y un pueblo que no ha tenido que ser evacuado.
El control público, en este terreno, tiene que atreverse a mirar más allá de lo inmediato. Debe reivindicar su función como agente de aprendizaje institucional, capaz de señalar debilidades en la coordinación, de cuestionar la eficacia de las actuaciones y de exigir que cada euro invertido tenga un sentido estratégico. Al hacerlo, estará cumpliendo no solo con su deber formal, sino también con una responsabilidad mucho más profunda: la de proteger bienes colectivos que van más allá de la contabilidad.
Porque, al fin y al cabo, el fuego arrasa hectáreas, pero también erosiona la confianza ciudadana cuando percibe que los recursos públicos se gestionan tarde, mal o de manera improvisada. El verdadero cambio no vendrá solo de más helicópteros o más camiones cisterna, sino de una cultura de prevención asumida como política de Estado. Y en esa transformación, el control no es un estorbo ni un trámite: es una brújula.
Tal vez la modernización del control no consista solo en digitalizar expedientes o incorporar algoritmos de detección de riesgos. Quizá el reto más importante sea ser capaces de anticipar, de exigir planificación, de medir resultados invisibles y de contribuir a que la prevención deje de ser la hermana pobre de la gestión pública, porque lo que está en juego no son solo árboles y paisajes: es un modo de entender la responsabilidad colectiva.
Y ahí, el interventor o auditor que se pregunta no solo “¿se ha pagado bien?” sino también “¿se ha hecho lo que realmente había que hacer?” se convierte, sin pretenderlo, en un verdadero guardián de nuestros bosques.